El grito de Túpac Katari
Allá por noviembre de 1781 Julián Apaza, mejor conocido como Túpac Katari, líder del mayor levantamiento indígena del siglo XVIII, fue apresado en el Alto Perú por el ejército español. En una decisión digna de Gavazzo, el juez Francisco Tadeo Diez de Medina lo condenó a morir descuartizado por cuatro caballos que tiraban en direcciones opuestas. Antes de morir pronunció una frase que quedó para la posteridad: “Podrán matarme… pero volveré y seré millones”.
Posteriormente, Howard Fast puso la expresión en boca de Espartaco, en su novela publicada en 1951 y luego llevada a la pantalla grande por Stanley Kubrick. Más cerca, del otro lado del charco, la liturgia peronista asigna la frase a Eva Duarte de Perón, quien en sus últimos días de vida se la habría dicho a sus descamisados.
En esta campaña electoral hay varias cifras en danza. Una de ellas parece seguir la tradición iniciada por Túpac Katari: “Volveré y seré 900 millones” nos dice el shock de austeridad del programa de gobierno del Partido Nacional que, desde el fondo de los tiempos, anuncia poner fin al despilfarro del gasto público.
Los 900 millones
El shock de austeridad está compuesto por un conjunto de medidas que generarían un ahorro de 900 millones de dólares. Gran parte de estas cifras son difícilmente analizables por la vaguedad con que son enunciadas (348 millones en Empresas Públicas con “eliminación de tercerizaciones duplicadas, racionalización de actividades y eliminación de gastos duplicados y superfluos”; 100 millones a partir de “cambios sustanciales en la formulación de proyectos”; 220 millones en “otras líneas de ahorro”). Pero hay una más concreta que se puede analizar: la referente al shock de ahorro en salarios. La propuesta dice:
“Gasto en salarios: En 2017 hubo 26.166 bajas de funcionarios públicos por todo concepto (fallecimiento, destituciones, renuncias o abandono del cargo, finalización de contratos a término, jubilaciones y otros motivos). Si no se cubrieran anualmente el 21% de estas vacantes, se generaría un ahorro de 100 millones de dólares por año (lo que representa un acumulado de 500 millones en el quinquenio). Queda excluido de esta propuesta el personal afectado a tareas asistenciales, personal docente y personal ejecutivo del Ministerio del Interior.”
Vayamos paso a paso. Es sencillo chequear el primer dato, a partir de los informes de la Oficina Nacional del Servicio Civil (ONSC).[2] Efectivamente, el número de bajas de 2017 fue 26.166. No cubrir al 21% implicaría no cubrir unas 5.500 bajas. Ahora bien, agarremos el bisturí y empecemos a diseccionar esta cantidad de bajas según organismo, hilando más fino para ver efectivamente de qué funcionarios estamos hablando.
La mitad de las bajas correspondieron a ANEP, ASSE, UdelaR y Ministerio del Interior, organismos en donde la propuesta no se aplicaría. Por lo tanto, de las 26.000 bajas iniciales pasamos a 13.000.
De estas 13.000, 3.800 bajas corresponden a gobiernos departamentales. No soy abogado, pero entiendo que legalmente el gobierno nacional no podría imponer este tipo de regla a las intendencias. Además, si uno se toma el trabajo de comparar los datos de 2017 y de 2016 puede ver que de las cinco intendencias que más aumentaron sus funcionarios públicos, cuatro son blancas (Maldonado, San José, Artigas, Cerro Largo).[3] Así que tampoco parece demasiado prometedora la aplicación de una regla de este tipo allí… De los 13.000 cargos, ya nos quedan sólo 9.200 cargos.
De estas 9.200 bajas, 2.700 son del Ministerio de Defensa. ¿Cómo se relaciona la idea de no renovar estos cargos con la propuesta de crear una Guardia Nacional compuesta precisamente por militares? ¿Es compatible proponer no cubrir estos cargos militares (2.700 cargos) y al mismo tiempo no apoyar la disminución de generales y coroneles (72 cargos)? Mmm… los 9.200 cargos se convierten en 6.500.
Paremos aquí la disección: nos quedaron 6.500 vacantes, de las cuales tenemos que no renovar a 5.500. Difícil para sagitario.
De esto se derivan tres posibilidades lógicas: la primera, que no se cumpla la regla; la segunda, que se cumpla la regla de no renovar 5.500 cargos pero incluyendo al personal de áreas asistenciales, personal docente y del Ministerio del Interior; la tercera, que se cumpla la regla y que efectivamente de los 6.500 cargos no se renueven 5.500. Esto implicaría que 9 de cada 10 vacantes de los ministerios, las empresas públicas y otras reparticiones estatales no serían cubiertas. Nótese la importantísima diferencia entre no renovar a 1 de cada 5 bajas (como induce a pensar inicialmente la propuesta) y no renovar a 9 de cada 10 (equivalente a bajar la persiana y no permitir casi ningún ingreso a estas reparticiones).
El peso del Estado
El análisis recién realizado, humilde, sencillito, de almacenero, es perfectible y también un poco peleador. Intenta ilustrar cómo algunas propuestas, aparentemente razonables, pueden tornarse radicales cuando se las analiza con un poco más de detalle.
Pero ni siquiera es el centro de la cuestión. Más allá de las debilidades técnicas de la propuesta, resulta interesante analizarla desde un nivel superior, más político o filosófico. Su potencia no radica en si son 1 de 5, 2 de 3, 9 de 10 o 10 de 10, sino del mensaje que subyace y la fibra básica del sentido común que vibra ante su enunciación: la idea de eliminar el “asfixiante peso del Estado”. Este peso suele manifestarse en dos variables: la magnitud del gasto público o la cantidad de funcionarios públicos.
Sobre la primera variable, el gasto público, debe decirse que no hay un número mágico, un óptimo técnico. Los economistas tenemos, aunque parezca inverosímil y queramos ocultarlo, un órgano que habita en nuestro pecho, allá abajo de la corbata, la camisa, la piel y los huesos. Algo rojo que late, palpita, se mueve y nos da corazonadas. Luego revestimos esta intuición con argumentos, palabras extrañas, papers, y si es posible algunas fórmulas matemáticas complejas, pero en el fondo lo que tenemos es una simple y humilde corazonada: la creencia en el Estado o en el Mercado como instrumentos para solucionar problemas económicos y sociales. La dimensión óptima del gasto público es por tanto, antes que nada, una definición ideológica.
Y en esta dimensión no hay evidencia concluyente. Si se toman todos los países del mundo y se cruzan los valores del Índice de Desarrollo Humano con el tamaño del gobierno se encuentra una relación positiva (a mayor tamaño del gobierno mayor desarrollo humano), aunque pierde significancia si se controla por otras variables. Tengo un amigo de corazón socialdemócrata que, para pelear a otros amigos de corazón liberal, propone el siguiente ejercicio. Supongamos que Dios le da la posibilidad, antes de nacer, de decidir en qué país le tocará nacer y vivir. Para eso usted tiene que elegir uno de dos bolilleros con 10 países. El primer bolillero tiene a Suecia, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Finlandia, Luxemburgo, Francia, Argelia, Grecia y Noruega; el segundo bolillero a Guatemala, Sudán, Líbano, Hong Kong, Bangladesh, Honduras, Filipinas, Haití, El Salvador y Bahrein. ¿Qué bolillero elegiría? ¿Está seguro? Bueno, me parece perfecto. El primer bolillero son los países con mayor tamaño del Estado, mientras que el segundo son los países con menor tamaño del Estado.
Se van para atraaaaaaaás
La segunda manifestación del peso del estado es la cantidad de funcionarios públicos y la idea de que son excesivos, que han crecido desmedidamente durante los últimos años y que son sumamente ineficientes. Desde una concepción liberal y afirmándose en experiencias que todos hemos llegado a vivir en carne propia (hace un par de meses tuve que hacer un trámite público en donde salí despotricando contra el Estado de una manera que ruborizaría al propio Milton Friedman), Antonio Gasalla y Norma Pons nos estimulan, al grito de “se van para atraaaaaás”, a desear la menor cantidad de funcionarios públicos posible.
Sobre este aspecto, vale la pena acotar que, si bien es cierto que la cantidad de funcionarios públicos ha aumentado en los últimos tiempos (la cantidad de vínculos laborales con el Estado entre 2005 y 2017 aumentó en 65.000, de los cuales 60.000 fueron en las áreas de educación, salud y seguridad), también es cierto que la contribución del empleo público a la ocupación total ha tenido una disminución en el tiempo. Según datos de la ONSC, en el año 1996 el 21% de los trabajadores eran trabajadores públicos. Dos décadas después, en 2017, este valor es de 17%.
¿La cifra actual es excesivamente alta? Bueno, nuevamente la respuesta depende de la visión que se tenga del rol de Estado, la educación pública, la salud pública, la existencia o no de empresas públicas en determinados sectores de la economía, la regulación del mercado o el tamaño de las fuerzas de seguridad. Más allá de estas definiciones, siempre viene bien tener un panorama internacional. Si uno observa los datos de los países desarrollados encuentra una amplia variedad de situaciones, yendo desde entre 28% y 30% (Noruega, Dinamarca, Suecia) a entre 5% y 10% (Japón, Corea, Suiza). El promedio es de 18%, un punto porcentual más que el valor de Uruguay.
Más allá del shock
¿De lo anterior se desprende que el número de funcionarios actual es adecuado o que no hay que hacer nada a nivel fiscal? No, en absoluto. Uruguay tiene en el déficit fiscal su principal problema macroeconómico, y es importante que se ubique en niveles inferiores para asegurar una trayectoria sostenible de la deuda pública. Sin embargo, las propuestas de disminución del déficit deberían, antes que nada, comprender la dinámica del déficit fiscal en los últimos tiempos: gran parte del dilema fiscal se juega en la cancha de la sostenibilidad del sistema de seguridad social.
No está dentro del cometido de este pequeño artículo plantear cuáles son las reformas necesarias en la seguridad social, para lo cual se necesitarían más líneas y más estudio. Sin embargo, quisiera señalar la importancia del tema para entender la dinámica del déficit fiscal[5], y también comentar dos orientaciones fundamentales de política planteadas por los impulsores del shock que atacan de forma grave ya no solamente la sostenibilidad de las cuentas públicas (teóricamente su principal preocupación), sino también la equidad del sistema.
La primera, la decisión de no apoyar la reforma de la caja militar, incluso en la versión suave e insuficiente que finalmente aprobó el parlamento. Si hay un sitio en la intrincada jungla de la seguridad social que pide a gritos una reforma, ese sitio es la caja militar, tanto por consideraciones de sostenibilidad (550 millones de dólares anuales) como de equidad (en asistencia financiera para cubrir los déficit de seguridad social gastamos $24.000 anuales por jubilado común y $250.000 por jubilado militar)[6].
La segunda, la propuesta incluida en el programa del shock de eliminar el IASS. Está propuesta es problemática, nuevamente, tanto desde el punto de vista de la sostenibilidad (350 millones de dólares menos en un sistema que ya tiene un déficit de 800 millones) como de la equidad (ya que su eliminación es exactamente equivalente -hay que enfatizarlo- a un aumento jubilatorio exclusivo para el 25% de personas con jubilaciones más altas).
Nótese que solamente en estos dos puntos estamos hablando de… 900 millones de dólares.
Finalmente, ni en la vida ni en los programas de gobierno es todo blanco o negro, y siempre hay propuestas que son interesantes (más allá de las discrepancias puntuales o eventuales diferencias con respecto al enfoque sobre el que se construye, debe decirse que es un programa con un interesante grado de elaboración). Algunas propuestas del shock de austeridad, como la creación de un Consejo Fiscal Asesor, la discusión de una regla fiscal, el fortalecimiento del monitoreo y evaluación de las políticas públicas o la mejora de la Escuela Nacional de Administración Pública son interesantes y seguramente puedan contribuir al mejoramiento de las cuentas públicas.
Me atrevo a introducir al listado dos aspectos adicionales que, aunque quizás más técnicos y aburridos, también deberían ser atendidos para mejorar la sostenibilidad fiscal. En primer lugar, actualizar la consolidación contable de las empresas públicas, un cambio que debería ir acompañado de una modificación en las reglas de gobierno corporativo de las mismas.[7] En segundo lugar, introducir algunos cambios en el proceso presupuestal, modificando la lógica incrementalista del presupuesto[8], introduciendo mecanismos de Spending Review[9] (desde los cuáles sí se pueden identificar con mayor claridad en qué lugares del Estado se podrían y deberían reducir la cantidad de funcionarios públicos) o generando nuevos programas presupuestales que respondan a las lógicas institucionales y que sirvan de base a la discusión presupuestal, complementando a los actuales programas que tienen una función más clasificatoria-estadística».
Por Fernando Esponda en www.razonesypersonas.com